Puedo imaginarme perfectamente al sujeto sentado en su trono, moviendo la cabeza de lado a lado mientras sigue el jadeante ritmo de la música tropical. Su silbido se escucha desde la puerta, poco entonado y no muy acorde con la melodía. No deja de sorprender, claro, que los esporádicos ruidos del agua formando remolinos lo dejan inalterado. Ni siquiera toma en cuenta el entrar y salir de los agraciados visitantes. Algunas veces, si uno escucha con la atención debida, puede escuchar un murmuro intento de canción.
Puedo imaginarme perfectamente la feliz cara del sujeto, bien acomodado en el asiento, apretando fuerte las piernas en los momentos de mayor tensión lírica. Un leve pujido que incrementa a instantes la fuerza de su soplar.
Yo mismo, sólo me quedé un instante. No creo haber acumulado un minuto frente al mingitorio. Me abroché el pantalón, apreté el cinturón y salí por piernas.
El sujeto, al que bautizo Joey, debió quedarse un tiempo más. Su silbido al compás de la casetera siguió sonando hasta que salí…
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