lunes, 17 de septiembre de 2007

Lemmings

Gustav está aburrido. Lleva observando el recorrido del sol desde el marco superior de la ventana hasta los rayos naranjas detrás de la montaña. No encuentra consuelo alguno. Su mente está oscurecida con un pensamiento necio: qué hacer. Útil sólo para hundirse más en ese terrible y detestable aburrimiento.

Como nunca ocurre en esos casos, la necedad da frutos. De pronto, aparece una idea más necia, más repugnante que todas las demás. Una fabricación de larga duración, sin comerciales.

Sale inmediatamente. Corre, está desesperado por comenzar. Entra a un bar, casi jadeante, se sienta y pide una cerveza. El ritmo comienza a detenerse, ahoga su respiración para recobrar un palpitar cómodo. Seca el sudor de sus sienes con una servilleta. Espera diez minutos.

“Señorita, no puedo permitir que una mujer tan cautivadora como usted pase desapercibida; le invito una copa mientras me platica todo sobre usted”. Está pasmada, llena de preguntas y terriblemente hipnotizada por la frase. Acepta la bebida y decide investigar. La conversación es una mezcla de halagos y curiosidades que la van hechizando a pasos cortos.

De pronto, se encuentra caminando con él sobre el boulevard. La noche se describe en luces rojas y naranjas, dos sombras pasean sobre la banqueta. Ella siente que ha encontrado algo, no lo dejará escapar. Toma su mano con fuerza y lo guía hasta la puerta de su departamento. “Veamos las estrellas,” le dice Gustav con una voz grave y seductora. Llegan al techo del edificio, levantan la mirada.

La empuja una, otra y otra vez. Las primeras planas se convierten en gritos de voceador insinuando una oleada de suicidios. Todas ellas mujeres desesperadas. “Es un acontecimiento sin precedentes” comenta un hombre en la televisión.

La mascarada dura sólo unas semanas, Gustav vuelve a observar el sol. “Quizá tuvo que ver con el eclipse de luna,” sugiere un experto en el noticiario. “Esos fenómenos pueden ocasionar cambios hormonales y detonar esas conductas.”

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