lunes, 24 de septiembre de 2007

Nosotros...

Lo hablamos durante un rato, no sé qué tanto. No sabía que iba a llevar las cosas a ese límite. Me dijo que estaba aburrido, que quería vivir nuevas aventuras, que su vida se había vuelto espantosamente monótona. Habíamos estado juntos durante tres años, quizá un poco menos. ¡No importa! Aún así decidió dejarme. Creo que él no se había dado cuenta de lo dependiente que me volví. Todo quedó a su merced: mis amigos, mi vida social, mi vida…

A eso de las siete de la mañana me levanté el sábado. Lo coloqué sobre la tasa del escusado y me entretuve en lo mío por un tiempo; ni muy corto ni muy largo. El sueño no me permitía recordar nuestra plática, por lo que no tomé ninguna precaución. De cualquier manera, probablemente nunca me lo hubiera imaginado. No de esa forma. Me paré, jalé la palanca y me incliné para recogerlo.

Brincó. Así como si nada, sin ningún aviso, brincó. Repentinamente, en dos rebotes, ya estaba sumergido en el centro del agujero. Por un segundo me contuve a detenerlo con las manos, por un segundo se fue y desapareció en una aventura.

Mi celular decidió iniciar un viaje por las cañerías en busca de libertad. Quizá fue lo mejor. Ahora, cada que pienso en él, descubro la ineludible responsabilidad de guardar un respaldo de los números de teléfono en otro sitio.

Epílogo: Las aventuras en los citados lugares no son mi tema narrativo predilecto; sin embargo, dado lo anecdótico de la historia, basada en la ficción (como quiero que crea el lector), debí retomar.

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